Lunes, Octubre 14, 2024

El Estado, parte del problema

EL MERCURIO – Un aumento de los recursos públicos no significará efectos reales sin un esfuerzo modernizador igualmente ambicioso.
Lejos de visiones simplistas, cualquier observación atenta de los reclamos levantados por la ciudadanía advierte que, junto con una dura crítica a ciertas prácticas empresariales, existe también un evidente malestar con el modo en que el Estado cumple sus tareas. Efectivamente, causan indignación los casos de colusión, los de evasión de impuestos o las fallas de firmas privadas concesionarias de servicios básicos. Con todo, igualmente profunda es la insatisfacción respecto del funcionamiento de la salud pública y sus listas de espera, la pobre calidad de la educación que entrega el Estado o la corrupción. Parece indesmentible que al menos una parte del cuestionamiento de que hoy son objeto las autoridades del Ejecutivo y los parlamentarios se vincula con este punto, en cuanto se los responsabiliza de las debilidades y falencias de un aparato público que no se encuentra a la altura del desarrollo del país.
Corresponde tener en cuenta esta dimensión en momentos en que se discute cómo responder a las demandas sociales, y cuando la mayoría de las propuestas apuntan a incrementar el papel del Estado y los recursos que maneja. Tal preocupación ha llevado a cambiar radicalmente la orientación de la reforma tributaria que impulsaba el Gobierno, concebida como una modernización para promover el crecimiento económico, y hoy entendida como un instrumento que permita aumentar la recaudación, de modo de poder financiar la nueva agenda que se pretende llevar adelante. Llama la atención, sin embargo, que tal empeño no corra en paralelo con una discusión igualmente intensa respecto de las capacidades del Estado para, dotado de esos nuevos recursos, hacer un uso eficaz de ellos. La ausencia de ese debate arriesga terminar frustrando las altas expectativas ciudadanas que hoy se levantan.
Tal aprensión aparece avalada por ciertas cifras. Ellas muestran, por ejemplo, que si en 2001 el gasto per cápita del gobierno central era de $979 mil, en 2015 el monto —en moneda de igual valor— se había más que duplicado, hasta llegar a los $2.045.000. En el mismo período, el gasto en Educación creció en total 189%, mientras que el de Salud lo hizo en 230%; parece, sin embargo, discutible que tales esfuerzos hayan tenido un resultado acorde en términos de satisfacción ciudadana. Por cierto, tampoco podría afirmarse aquello respecto del gasto en Transportes, el ministerio cuyo presupuesto más se incrementó en ese lapso, acumulando un total de 1.278%, explicados por la implementación de los onerosos subsidios al transporte público. En tanto, según cifras del INE, mientras el sueldo promedio en el sector público es muy superior al que se paga en el sector privado, una porción significativa de los 580 programas sociales que mantiene el Estado ha recibido una mala evaluación por parte de la Dirección de Presupuestos.
Nada de ello significa negar la posibilidad de un aumento sustantivo de los recursos y prestaciones sociales del Estado, pero sí advierte de la necesidad de cambios profundos en su funcionamiento, como los planteados por el Consejo Asesor en esta materia. Este ha insistido en la necesidad de una reforma en el empleo público, donde hoy conviven una diversidad de regímenes laborales, o una evaluación de las políticas públicas que tenga consecuencias efectivas. Diversos expertos han señalado la conveniencia de un giro en materia social, avanzando hacia un modelo que termine con una multiplicidad de programas mal evaluados y aumente de modo sustantivo las transferencias directas a las personas. Un esfuerzo así tendría un efecto redistributivo importante. De hecho, la propuesta de ingreso mínimo garantizado apunta en ese sentido.
Se trata de cambios profundos, cuya concreción ha sido dilatada por sucesivos gobiernos, ante los costos políticos involucrados. Hoy, sin embargo, enfrentado el país a una crisis inédita en 30 años de democracia, cualquier intento responsable por mejorar las condiciones de vida de los chilenos debiera considerar abordar estas reformas. Un mero aumento de los recursos que maneja el Estado no significará efectos reales sin un esfuerzo modernizador igualmente ambicioso.
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Fuente: El Mercurio, Viernes 8 de Noviembre de 2019

EL MERCURIO – Un aumento de los recursos públicos no significará efectos reales sin un esfuerzo modernizador igualmente ambicioso.
Lejos de visiones simplistas, cualquier observación atenta de los reclamos levantados por la ciudadanía advierte que, junto con una dura crítica a ciertas prácticas empresariales, existe también un evidente malestar con el modo en que el Estado cumple sus tareas. Efectivamente, causan indignación los casos de colusión, los de evasión de impuestos o las fallas de firmas privadas concesionarias de servicios básicos. Con todo, igualmente profunda es la insatisfacción respecto del funcionamiento de la salud pública y sus listas de espera, la pobre calidad de la educación que entrega el Estado o la corrupción. Parece indesmentible que al menos una parte del cuestionamiento de que hoy son objeto las autoridades del Ejecutivo y los parlamentarios se vincula con este punto, en cuanto se los responsabiliza de las debilidades y falencias de un aparato público que no se encuentra a la altura del desarrollo del país.
Corresponde tener en cuenta esta dimensión en momentos en que se discute cómo responder a las demandas sociales, y cuando la mayoría de las propuestas apuntan a incrementar el papel del Estado y los recursos que maneja. Tal preocupación ha llevado a cambiar radicalmente la orientación de la reforma tributaria que impulsaba el Gobierno, concebida como una modernización para promover el crecimiento económico, y hoy entendida como un instrumento que permita aumentar la recaudación, de modo de poder financiar la nueva agenda que se pretende llevar adelante. Llama la atención, sin embargo, que tal empeño no corra en paralelo con una discusión igualmente intensa respecto de las capacidades del Estado para, dotado de esos nuevos recursos, hacer un uso eficaz de ellos. La ausencia de ese debate arriesga terminar frustrando las altas expectativas ciudadanas que hoy se levantan.
Tal aprensión aparece avalada por ciertas cifras. Ellas muestran, por ejemplo, que si en 2001 el gasto per cápita del gobierno central era de $979 mil, en 2015 el monto —en moneda de igual valor— se había más que duplicado, hasta llegar a los $2.045.000. En el mismo período, el gasto en Educación creció en total 189%, mientras que el de Salud lo hizo en 230%; parece, sin embargo, discutible que tales esfuerzos hayan tenido un resultado acorde en términos de satisfacción ciudadana. Por cierto, tampoco podría afirmarse aquello respecto del gasto en Transportes, el ministerio cuyo presupuesto más se incrementó en ese lapso, acumulando un total de 1.278%, explicados por la implementación de los onerosos subsidios al transporte público. En tanto, según cifras del INE, mientras el sueldo promedio en el sector público es muy superior al que se paga en el sector privado, una porción significativa de los 580 programas sociales que mantiene el Estado ha recibido una mala evaluación por parte de la Dirección de Presupuestos.
Nada de ello significa negar la posibilidad de un aumento sustantivo de los recursos y prestaciones sociales del Estado, pero sí advierte de la necesidad de cambios profundos en su funcionamiento, como los planteados por el Consejo Asesor en esta materia. Este ha insistido en la necesidad de una reforma en el empleo público, donde hoy conviven una diversidad de regímenes laborales, o una evaluación de las políticas públicas que tenga consecuencias efectivas. Diversos expertos han señalado la conveniencia de un giro en materia social, avanzando hacia un modelo que termine con una multiplicidad de programas mal evaluados y aumente de modo sustantivo las transferencias directas a las personas. Un esfuerzo así tendría un efecto redistributivo importante. De hecho, la propuesta de ingreso mínimo garantizado apunta en ese sentido.
Se trata de cambios profundos, cuya concreción ha sido dilatada por sucesivos gobiernos, ante los costos políticos involucrados. Hoy, sin embargo, enfrentado el país a una crisis inédita en 30 años de democracia, cualquier intento responsable por mejorar las condiciones de vida de los chilenos debiera considerar abordar estas reformas. Un mero aumento de los recursos que maneja el Estado no significará efectos reales sin un esfuerzo modernizador igualmente ambicioso.
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Fuente: El Mercurio, Viernes 8 de Noviembre de 2019

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