CEP CHILE – El sistema carcelario chileno está al borde del colapso. Con más de 61 mil personas privadas de libertad, nuestras cárceles superan en un 43% su capacidad instalada. Y la tendencia no cede: solo en el último año, la población penal aumentó un 7,2%. Si nada cambia, en 2030 alcanzaremos los 70 mil internos. El plan maestro penitenciario recién aprobado contempla 12 mil nuevas plazas para ese año. Aun así, nos quedaremos cortos.
Este hacinamiento sería ya alarmante en cualquier circunstancia. Pero se agrava al considerar otro fenómeno: el crecimiento explosivo de la población penal extranjera. Hoy, casi uno de cada seis internos no es chileno. Y mientras la población penal total creció un 7,2% en el último año, la extranjera lo hizo al doble: 13,6%. Además, el 50% de estos internos está aún en calidad de imputado, no condenado, y muchos ingresaron por pasos no habilitados, sin identificación clara. En la práctica, tenemos miles de personas privadas de libertad cuya identidad e historial son inciertos, lo que complica su control, segregación y seguimiento dentro del sistema.
En las últimas semanas hemos visto las consecuencias de este vacío. Un sicario venezolano que ingresó clandestinamente al país —y que ya había sido detenido— fue liberado desde el penal Santiago 1. A su vez, en la Cárcel de Valparaíso estaba detenido —y seguía operando desde ahí— un líder del Tren de Aragua bajo otro nombre, sin que ninguna autoridad lo advirtiera. Estos episodios no son accidentes administrativos: son síntomas de una pérdida progresiva de control.
La sobrepoblación carcelaria genera condiciones fértiles para que estos recintos se transformen en centros de operación del crimen organizado. Así lo demuestra la experiencia regional, desde Brasil hasta El Salvador. Cuando el Estado pierde el control de los recintos penitenciarios, los internos lo suplen mediante formas de gobernanza extralegal. En recintos sobrepoblados o hacinados, esta gobernanza deja de ser atomizada: se vuelve centralizada, sostenida por bandas o pandillas que controlan módulos completos, corrompen la autoridad oficial, gravan economías ilegales y se aseguran el monopolio del castigo y la protección.
Estas bandas no solo dominan la vida al interior de los recintos. En etapas avanzadas, proyectan su poder hacia el medio exterior, extendiendo redes delictivas que trascienden fronteras y desafían la autoridad estatal. En esos casos, como advierte la evidencia internacional, la cárcel deja de ser un espacio de castigo o reinserción y se convierte en un enclave de poder criminal.
Chile ya no está exento de estos peligros. Con cárceles sobrepobladas —algunas hacinadas, como los recintos de Copiapó o Calama—, sin suficiente personal ni infraestructura, y con una población penal creciente y cada vez más heterogénea, el Estado pierde su capacidad de control. La consecuencia no es solo el deterioro del sistema penitenciario, sino un riesgo real para la seguridad pública y la estabilidad institucional.
No basta con construir más cárceles. Se requiere una política penitenciaria que enfrente con decisión el hacinamiento, garantice el control estatal sobre los recintos, y revise las condiciones de detención de imputados extranjeros en situación irregular. Lo contrario es seguir alimentando un sistema que, lejos de contener la criminalidad, la reproduce y la fortalece desde su interior.
Fuente: CEP Chile, Domingo 3 de Agosto de 2025





