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Capítulo II
públicos: que Chile, además de ser un líder en minería, se transforme en una potencia
agroalimentaria de clase mundial, en una plataforma comercial y de inversiones para
América Latina y, por qué no, en un centro de servicios para Sudamérica.
Diseñar, construir y poner en marcha una obra importante de infraestructura puede
tomar hasta ocho años, por eso cuando surge la urgencia, siempre es demasiado tarde.
En infraestructura es necesario tomar medidas oportunas que aseguren ciertos niveles
de inversión y que esas decisiones tengan permanencia en el tiempo, de modo que
gradualmente sea posible resolver los cuellos de botella que pueden comprometer el
crecimiento económico.
¿Cómo lo podemos hacer? A través de una política de Estado potente de inversión en
infraestructura pública, que defina proyectos y prioridades y que, finalmente, se traduzca
en bienestar y oportunidades para las personas y las empresas.
Esta “hoja de ruta” permitiría enfrentar de mejor manera, por ejemplo, el inevitable proceso
de concentración de la población en las ciudades. Lograr objetivos como los planteados
pasa por contar con un sistema de transporte público eficiente, que reduce los tiempos
de traslado y aumenta las oportunidades de ingreso al mercado laboral; con una mayor
disponibilidad de servicios públicos; con más lugares de esparcimiento, deportivos y áreas
verdes; y con calles más amigables para peatones y ciclistas.
A nivel productivo también hay impactos concretos de una mayor y mejor infraestructura
pública. Así, cuando operan terminales portuarios modernos y con menores costos las
empresas exportadoras aumentan su competitividad; con autopistas expeditas se genera
equidad territorial al permitir a los emprendedores de regiones llegar en menos tiempo y a
menor costo a los mercados, por mencionar algunos casos.
La infraestructura es un elemento central en la lucha contra
la desigualdad y un agente dinamizador del crecimiento
económico.
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